jueves, 9 de enero de 2014

¿Tiene el hombre en la muerte su límite infranqueable?

Una visión de la muerte que hoy, precismente, me reanima:



¿No podría pensarse esta vida como un complejo escenario —mucho más conflictivo y doloroso que la idílica vida fetal— en el que se pusiera a prueba, como a los metales en la forja, nuestro propio temple de ánimo, nuestro valor y nuestra inteligencia, y sobre todo nuestro anhelo?
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La vida se oscurece o se ilumina desde el sentido que concedemos a la muerte. El último suspiro de esta aventura que somos es decisivo. Según sepamos anticiparlo adquiere nuestra vida su propia radiación. En la modernidad más reciente prevalece un dogma: esta vida es única. Carece de continuación. No hay lugar a la deseada repetición que el gran filósofo y teólogo danés, Sôren Kierkegaard, proyectaba sobre la vida eterna.
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Quizás sea eso la muerte: el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes. Sé que estas ideas chocan de modo frontal con los dogmas de la sabiduría convencional. Se ha ido imponiendo, como si fuese una evidencia, la convicción de que tras esta vida nada existe. O que la nada es lo único que nos espera.
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«La muerte no es más que el resultado de nuestra indiferencia ante la inmortalidad» (Mircea Eliade). «¿Qué es nuestra vida sino una serie de preludios de una canción desconocida cuya primera y solemne nota es la muerte?» (Franz Liszt).

El gran viaje, POR EUGENIO TRÍAS


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