Por Gonçalo
Portocarrero de Almada
publicado em 8 Dez 2012 - 03:00
publicado em 8 Dez 2012 - 03:00
La reciente cumbre
ibero-americana, la conmemoración nacional del 1º de Diciembre, así como las
tensiones independentistas de Cataluña, no obstante el desaire de las
elecciones, sugiere algunas notas en relación a la siempre presente tentación
iberista.
Es verdad que Portugal
nunca perdió formalmente su independencia, porque se mantuvo siempre como reino
soberano y en plano de igualdad con Castilla pero, durante la dinastía
filipina, con un monarca común. Con todo no es menos cierto que nuestro vecino
–un mosaico de varios reinos re fundados en una potencia supranacional- siempre
deseó ensanchar sus fronteras políticas hasta los límites naturales de la
península. La religión común dominante, la historia y lenguas paralelas, entre
otros factores de menor importancia, parecen sugerir la conveniencia de un
único país ibérico.
También de este lado de
la raya se hizo sentir la utopía de la unidad: los republicanos del siglo XIX y
principios del XX eran iberistas y, por eso, la bandera de la República es
expresiva de la anhelada unión política de Portugal, la verde, y España, el
encarnado.
Importa preservar y
desarrollar la buena vecindad con “nuestros hermanos”, pero la historia prueba que
sería inviable una posible unión ibérica. De hecho, los dos Estados
peninsulares, a pesar de compartir la misma plataforma natural, tienen muy
diferentes idiosincrasias, que se dan también más allá del mar.
Recientemente, la
nación catalana se manifestó por una más amplia autonomía, amenazando la unidad
de España. Otras comunidades regionales españolas no esconden análogas
pretensiones independentistas, a caso nostálgicas reminiscencias de otros
tiempos y eras en que esas regiones eran reinos soberanos. Esa multiplicidad de
naciones, aunque sean un obstáculo a la unidad del Estado español, es también
un enriquecimiento de su patrimonio cultura.
Por lo contrario, en
Portugal ni siquiera el regionalismo amenazó, como dejó claro el esclarecedor
resultado del referendo del 8-11-1998, en que el 60% de los electores
rechazaron claramente una artificiosa partición del territorio nacional que,
pese a algunos particularismos locales, es jurídica y políticamente uno hace
casi nueve siglos.
A este propósito, es
significativo el reflejo de Portugal y España en las Américas. La excolonia
portuguesa es un solo país, Brasil, inmenso en su extensión, plural en sus
muchas etnias y la asombrosa variedad de sus gentes, pero único en su
configuración política.
España, por el
contrario, dio origen a una multitud de Estados centro y sur americanos que
parecen reflejar su propia multinacionalidad.
Es posible que esa
actitud más inclusiva y cosmopolita, que parece definir la presencia portuguesa
de aquí y al otro lado del mar, tenga también expresión en un pormenor
urbanístico que, igual no se puede exagerar su importancia, pero parece cargado
de significado. Quien conoce España sabe también que sus “plazas mayores”,
generalmente lindísimas, como la de Salamanca, son por regla general
cuadriláteros cerrados que circunscriben un espacio definido y limitado. Al
contrario, nuestro “Terreiro do Paço” (Plaza del Comercio), tal vez la más bella y expresiva (ex
libris)de la capital de Portugal, está abierta al río y al mar.
Sin olvidar la
condición peninsular y europea de Portugal ni caer en vanos nacionalismos,
importa afirmar su vocación atlántica y universal, tan manifiesta en su
historia. Tenía razón Fernando Pessoa cuando, en un inspirado lance de su
“Mensagem”, escribió: Y al inmenso y posible océano, enseñan estas Quinas, que
aquí ves, que el mar con fin será griego o romano: el mar sin fin es
portugués.”
Quinas, Heráldica. Cinco
proyectiles que vienen en cada uno de los brazos del escudo portugués.
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