por Gonçalo
Portocarrero de Almada
publicado em 31 Ago 2013 - 05:00
No existe nadie tan
bueno que no conozca en sí mismo el mal, ni nadie tan malo que no sea capaz del
bien.
Que este mundo no tiene
concierto es una afirmación corriente.
Nuestro planeta está
lejos de ser aquel paraíso donde, según la Biblia, Adán y Eva fueron creados. Incluso
desde el punto de vista físico, esta tierra es escenario de violentos
contrastes: Temperaturas que hielan y escaldan; terremotos en la tierra y
tempestades en el mar; volcanes y ciclones; lluvias intempestivas y prolongadas
sequías; selvas impenetrables y áridos desiertos. Y, peor que estas
inclemencias de la naturaleza que, más que madre, parece madrastra, la crueldad
de los mismos hombres: tantas personas hambrientas o sin abrigo; tantas
guerras; tanta miseria moral y material…
¡Qué mundo tan
desconcertado!
Es verdad. Como es
cierto, paradójicamente, la hermosura de la naturaleza, que la ecología
defiende y que los poetas no se cansan de exaltar, ni los artistas de
representar. Así mismo en los antros más oscuros, brillan diamantes de ocultas
bellezas.
También en los
corazones más empedernidos, hay reflejos de un amor sublime. No hay nadie tan
bueno que no conozca, en sí mismo, el mal; ni nadie tan malo que no sea capaz
del bien.¡Cuan misteriosa y aparentemente contradictoria es la condición humana!
El mundo podría ser diferente, si Dios no permitiese
el mal físico, ni el pecado. Pero, si no existiesen esas adversidades
naturales, ¿en qué otra forja se moldearía el carácter humano y se desenvolvería
su ingenio y arte? Por otro lado, la imposibilidad del mal moral sólo sería
posible si fuese eliminada la libertad. Ahora bien, sin ella, el ser humano no
sería más, como decía Fernando Pessoa, que un “cadáver aplazado que procrea”,
un animal sofisticado, pero sin mérito ni culpa. Sólo un ser libre es capaz de
amar.
El maestro para lograr
la combinación perfecta de todos los instrumentos de la orquesta, obliga a los
músicos a ceñirse a una única partitura: si cada cual tocase lo que quisiese,
cuando quisiese y como quisiese, en vez de una melodía, resultaría un ruido insoportable.
Dios compone una música maravillosa, pero sin retirar la libertad a nadie, a pesar de que algunos insistan en desafinar. El mal es, sólamente, la ausencia del bien y, como la nada no es, todo lo que existe es bueno. El mal es, finalmente, más que una nota, en sí misma estridente, pero que forma parte de la armonía universal. Sin la prodigalidad del hijo, no se conocería la grandeza de amor de su padre; sin el adulterio de la arrepentida, no sería posible el perdón que la redime.
Hasta que el bien y el
mal no sean indiferentes en términos morales y personales, Dios escribe derecho
en renglones torcidos. La Escritura dice que, donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia porque, como enseña Pablo de Tarso, todas las cosas
concurren para el bien.
Para la razón, el
universo es un caos, porque sólo por la fe es posible comprender que este mundo
desconcertado es, finalmente, un concierto, un himno de alabanza, un poema
escrito por la omnipotencia divina y por la libertad humana. Dios ama a todos
los hombres, que atrae hacia sí y de quien cuida a través del plano misterioso
e inefable de su omnipotente bondad: la providencia divina.
Este texto me gustó en su día, y ahora, con el compromiso de traducirlo, lo rescato encantado. Me gusta por la comparación con la orquesta y la música, y me gusta porque en mi proceso de “reconversión” y estudio de los orígenes de la Iglesia, un día se me representó la Biblia como exactamente eso, una partitura maravillosa, cada palabra, cada historia, es una nota escrita por un autor diferente, en épocas diferentes, y todas juntas, al final, sabiéndolas leer e interpretar, nos revelan el gran misterio de la salvación. Obrigado
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