viernes, 17 de enero de 2014

La (des)gracia de la Navidad



Gonçalo Portocarrero de Almada
jornal i
21 de Dezembro de 2013

La Navidad de hace dos mil años fue un desastre, que nada tiene que ver con la fiesta bonita que comercialmente nos quieren imponer. No nos dejemos embaucar por la publicidad: ¡la Navidad fue un desastre! Sí, ¡Una vergüenza! No fue, en modo alguno, aquella bonita fiesta que comercialmente nos quieren imponer. Si hay algún acontecimiento histórico que ha sido falsificado en su realidad actual ese es, sin duda, el nacimiento de Cristo, hace más de dos mil años.

Los habitantes de Belén no fueron nada acogedores. A pesar de ser tan estimada la hospitalidad entre los orientales, no hubo quien diese posada a la Madre de Jesús, ninguno que se compadeciese de aquella joven mujer a punto de dar a luz a su Hijo. Ni una sola

puerta se abre a los ruegos de María, las súplicas de José,  a los vagidos, aún imperceptibles, del Niño que está para nacer. Nadie se conmueve, ni siquiera en la hospedería, donde se supone que hubiera algún recinto donde pudiesen descansar, pero tampoco hay lugar para ellos.

Tampoco parece que los parientes de María se hubieran portado de mejor forma. Con ocasión del nacimiento de Juan Bautista, el hijo de Zacarías e Isabel, María hizo un argo viaje para acompañar a su prima al final de su gravidez y durante el nacimiento de su hijo. Pero ahora,  cuando es el Hijo de María el que está a punto de nacer, Isabel y Zacarías no están a su lado, a pesar de saber que está a punto de ser dado a luz el tan deseado Mesías.

Si es para Belén de Judá donde se dirige la joven pareja, y precisamente porque José era de la casa y familia de David, ahí se asienta. Con todo, ninguno de sus familiares –y muchos debería haber en la zona- lo recibe en su casa, ni ayuda a su mujer en aquella dramática circunstancia. Por eso, el hijo de David nace en un pajar, tal cual un sin techo.

Cesar Augusto decreta el censo de cada familia en el lugar de donde procedía su estirpe. Y fue esta orden imperial la que obligo a trasladarse a María y  a José, en las vísperas del nacimiento de Jesús. ¿Es que Dios, en su omnipotente providencia, no pudo haber evitado tan infeliz coincidencia? Por último, ¡¿qué mal le habría causado al mundo si el edicto hubiese sido un poco antes, o el nacimiento se hubiese retrasado ligeramente, de forma que los dos hechos no concurriesen en fechas tan próximas?!

No satisfecho con esta falta de previsión, Dios permite la existencia de Herodes que, temeroso de que el recién nacido pueda hacer peligrar su trono, Lo obliga, así como a sus
padres, a un largo y penoso viaje a Egipto, donde se exilian y donde no consta que aquella desventurada familia tuviese morada o medios de subsistencia. Como extranjeros, estarían equiparados a los esclavos y, como tales, tendrían que aceptar todas las humillaciones y los peores trabajos.

Pero las desgracias del nacimiento no terminan ahí. Cuando, después, el rey Herodes se da cuenta de que aquellos que lo deberían conducir hasta el verdadero Rey de los Judíos no lo hacen, decide, desesperado por esta causa, mandar asesinar a todos los niños de Belén, con menos de dos años de edad.


¡Qué desastre, la Navidad! ¡¿Y es este horror, teñido con sangre de los inocentes y el inmenso dolor de sus familias, lo que la Iglesia y el mundo insisten en recordar!? ¡¿Es esta desgracia la que, festivamente, celebramos todos los años, el día 25 de Diciembre!? ¡¿Qué sentido tiene el  recuerdo de tan infeliz acontecimiento, no sería mejor olvidarlo que recordarlo!?

Sí, en Navidad todo ocurrió mal. Pero esas son sólo las líneas torcidas por las cuales el Padre del Cielo escribe derecho, porque “todas las cosas concurren para el bien de aquellos que aman a Dios” (Rm. 8,28). Por esto, más importante que todas estas desgracias es la gracia que Dios nos envió, bendiciéndonos en el amor de María y José y, sobre todo, entregándo-Se-nos en la sonrisa de un bebé.


¡Feliz Navidad!





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