Por Gonçalo
Portocarrero de Almada
publicado em 22 Jun 2013 - 05:00
Un hombre excelente
nunca podrá ser madre, ni ninguna mujer óptima podrá ser padre.
El país está en
polvorosa por causa de la co-adopción por el compañero del progenitor en
uniones llamadas homosexuales. Se cuestiona también la legitimidad de la adopción
por dos personas del mismo sexo. En definitiva, qué padres dar a los niños de
nuestro país. ¿Una mujer y un hombre sin recursos, u octogenarios, pueden ser buenos
padres? Tal vez. ¿Un matrimonio de presos, analfabetos u alcohólicos es capaz
de proporcionar un buen acompañamiento a un menor? Posiblemente. Pero, en
cualquiera de estos casos, o parecidos, es evidente que esa circunstancia
dificulta el ejercicio de las funciones de padre, no obstante no las excluye
absolutamente.
Dos personas del mismo
sexo también pueden, eventualmente, desempeñar algunas competencias paternas o maternas,
pero no ambas, como es obvio, porque un hombre excelente nunca podrá ser madre,
ni una mujer óptima logrará ser padre. Como la unión de dos personas del mismo
sexo no es natural, al contrario de la existente entre un hombre y una mujer,
no es apta para una educación saludable de un menor. Por eso, habiendo casados
dispuestos a adoptar, garantizando al menor un padre y una madre adoptivos, la
ley no debe optar por uniones de personas del mismo sexo, que sólo pueden
proporcionar al niño un padre, o una madre, en duplicado.
Hay quien afirma que
dos personas del mismo sexo pueden ser buenos padres. Pero la cuestión es saber
si pueden ser tan eficaces como una pareja natural, en la que las funciones de
padre y madre son, efectivamente, aseguradas por un hombre y una mujer. En un
estudio de 2012, de New Family Structures Study, coordinado por exprofesor Regnerus,
de la Universidad de Texas, se concluye, a partir de una muestra significativa
de 2988 casos, que los menores criados por familias naturales son más sanos que
los que lo fueron por personas del mismo sexo.
De hecho, un fulano de
bigotes, si no hubiera ninguna dama, puede hacer de Julieta; como una
escultural señora, no habiendo ningún macho, podrá representar a Romeo; pero lo
que es natural, lógico y razonable es que los papeles de esos personajes sean
desempeñados, respectivamente, por una actriz y un actor. Pues bien, en la
familia hay también un papel femenino, el de madre, que sólo una mujer puede
desempeñar, como hay uno masculino, el de padre, que sólo un hombre consigue
ejercer.
La misión de la ley no
es dar niños a quien los quiera, por más loables que sean los candidatos a
padres adoptivos, sino proporcionar al menor soluciones posibles a los niños huérfanos
de padre, de madre o de ambos. Por eso, en principio, no se conceden menores,
en adopción, a los que no tienen recursos, ni a los octogenarios, ni a los
reclusos, ni a los analfabetos, ni a los alcohólicos, aunque entre estos haya también
excelentes madres y padres, aunque más por vía de excepción que por regla.
La regla – y es la ley
que está ahora en causa en nuestro país- debe ser siempre la del máximo interés
del niño, lo cual requiere, por una razón ética pero también científica, no
cualesquier adoptantes, sino los mejores entre los posibles. No hay familias
perfectas, pero sí hay unas que son objetivamente más idóneas que otras y por
eso la ley no debe privilegiar una hipótesis menos buena, cuando puede y debe
proporcionar una solución mejor para el menor desvalido.
Es de exigir, por
tanto, que la familia que acoge al niño esté constituida por la unión estable
de una mujer y un hombre, o sea, una madre y un padre, respectivamente. La
inexistencia o la incapacidad de los progenitores requiere su sustitución, no por
cualquier unión, sino por otro padre y otra madre. Es en efecto lo que el huérfano
más desea y necesita, para su desenvolvimiento. Y a la que tiene, se quiera que
no, un innegable derecho.
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