Por Gonçalo
Portocarrero de Almada
publicado em 27 Jul 2013 - 05:00
publicado em 27 Jul 2013 - 05:00
¿Por qué este
entusiasmo de las multitudes por el Papa? ¿Porque el fervor de las gentes por
la persona humana del representante de Cristo? ¿Qué tiene, en su persona, que
explique esta atracción? ¿Qué tiene el obispo de Roma –el actual, o sus
predecesores- que tanto fascina a los hombres y mujeres de toda edad y condición?
¿No será exagerada esta
exaltación del ser humano que ocupa la cátedra de Pedro? ¿No es en último término
un simple mortal? Cuando a su persona se le atribuyen poderes mágicos ¿no se
está incurriendo por ventura en superstición? ¿Dónde termina el culto a su
personalidad, en principio aceptable, y comienza una inadmisible idolatría?
Los musulmanes no
veneran a su profeta. Mahoma no permite cualquier representación de Alá. Los
judíos no se consideraban siquiera dignos de pronunciar el santo nombre de Yahvé.
Aún más, los evangélicos eliminaron de sus templos las imágenes sagradas y
prohibieron la devoción a los santos.
El Papa, sea el que
fuere, es el máximo representante de la comunidad eclesial: el primero en la
honra y en el servicio – el siervo de los siervos de Dios- de una Iglesia muy
humana y muy divina, porque es misterio de comunión en el misterio uno y trino
que Dios es. El ser absolutamente trascendente se hace visible en el rostro de
Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios.
Por eso la religión
cristiana, más que una doctrina o una moral, es Alguien que eleva al hombre a
Dios y lleva a Dios al hombre. Es en la humanidad de Cristo donde el propio
Dios se revela y es también a través de la humanidad del Papa y de la Iglesia
como Cristo se hace presente en cada momento histórico. Pedro es, finalmente,
aquí y ahora, la expresión visible en que, para el mundo, se refleje el mirar
vivo, humano y divino, de Cristo, el rostro de Dios Padre.
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